Sobre la vieja corteza de los madroños del riachuelo,
círculos blancos de seda evocaban los tiempos de la pureza;
abajo, el manantial murmuraba quejándose de la faragua ensemillada
y era como penetrar a un infierno de soledad y de vapor interminable.
Escaseaban ya hasta las tórtolas y ni las culebras querían arrastrarse por el retostado suelo de arcilla y cascajo, que se cuarteaba día tras día, dejando escapar los alaridos de la resequedad del subsuelo.
Aquella genial pureza, maldad en potencia, tornábase ya en luto angelical,
y el viento veraniego reñía con las copas de los árboles, que eran cáscaras y cáscaras musicales…
música vieja y desconocida,
música de tiempos perdidos en nuestras memorias,
tétrica música con olores a flor de madroño,
mariposas blancas que pretendían la perennidad,
flores que emperfumaban kilómetros y kilómetros
de aquellas viejas sabanas disparejas y repletas de bledo y ortiga.
Conversábamos sobre la flor del madroño,
sobre los caracoles que coleccionábamos;
hacíamos una fogata y regresábamos al pueblo
embriagados por el perfume de la flor del madroño
y con la mente centrada en los blancos tapetes
que pendían de las ramas de aquel árbol del monte.
René De León G.
24-26 de noviembre de 1978
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